De la "campaña del miedo" a la gestión del horror



Por Santiago Pirolo, referente de Nuevo Encuentro Avellaneda


El neoliberalismo clásico, condensado en lo que se denominó "Consenso de Washington", tenía a grandes rasgos, tres ejes principales:

Desregulación, es decir, la no intervención del Estado en la economía, que en la práctica implica la eliminación de aranceles a las importaciones, quita de subsidios a áreas no rentables aunque sean estratégicas para el país, ausencia de mediación estatal en la relación entre las patronales y los trabajadores, libertades casi absolutas para que las empresas puedan remitir sus ganancias a sus casas matrices en el exterior, etc.

Privatización, mediante la venta de empresas estatales a privados, que generalmente se dan luego de una fuerte campaña de desprestigio a la gestión pública, con el fin de preparar el terreno para que el Estado se desprenda de activos importantes y estratégicos como son los servicios públicos, los recursos naturales y otros.

Descentralización, o sea, derivación de distintas áreas del Estado nacional a las provincias e incluso municipios. Los casos paradigmáticos de nuestro país fueron la educación y la salud, que pasaron a manos de los gobiernos provinciales.

En los ’90, durante la presidencia de Carlos Menem, estas tres consignas fueron desarrolladas casi al pie de la letra (con una única excepción, que fue la regulación estatal de fijar la paridad peso-dólar) alentadas y elogiadas por los organismos de crédito internacional (FMI, Banco Mundial, etc), quienes prestaron al país miles de millones para que junto a las divisas ingresadas por la venta de cientos de empresas estatales, el modelo pudiera sostenerse aunque diariamente se fugaran del país los dólares generados a partir de la especulación financiera.

La consecuencia más desastrosa fue la aniquilación de la industria nacional, que lógicamente no pudo competir con los precios de los productos importados, generando así desocupación, disminución del consumo, caída de la recaudación, etc. El campo por su parte, debido al alto valor del peso, ficticiamente igualado al dólar, no podía competir internacionalmente, viendo notablemente reducida su capacidad para exportar.

Este modelo de endeudamiento, valorización financiera por sobre la producción, desocupación y pobreza crecientes, achicamiento del Estado y sus atribuciones, explotó en diciembre del 2001, generando un estallido social que todos los argentinos tenemos muy presente en nuestra memoria.

En 2003, con la presidencia de Néstor Kirchner, la receta de la desregulación dejó de ser escuchada. El Estado volvió a ocupar un rol central, fijando políticas económicas y monetarias de corte neokeynesiano, es decir, con el acento en el consumo, la producción, el desarrollo tecnológico, la distribución de la riqueza, la ampliación de la obra pública, el fomento y la protección del empleo, la recuperación de los activos públicos privatizados, etc.

Se vivieron así 12 años de despegue y crecimiento, que hicieron que el mundo hablase del “milagro argentino”, entendiendo el gran mérito que tenía el gobierno al haber logrado poner de pie un país que se encontraba sumido en una crisis casi terminal, con un 25% de desocupación, la mitad de la población por debajo de la línea de la pobreza y una deuda externa que representaba varias veces su PBI.

A lo largo de estos años, el kirchnerismo fue encontrando apoyos crecientes, superando los porcentajes de votos en cada elección y llegando al notable 54% en 2011. El neoliberalismo de los ‘90 era ahora fuertemente rechazado, a la vez que el modelo basado en el mercado interno, la producción y el consumo parecía afianzarse.

La derecha de nuestro país, ligada a los grupos económicos más concentrados y a los intereses extranjeros, y encarnada en la figura de Mauricio Macri, entendió que debía cambiar su estrategia, toda vez que con el discurso privatista y anti-Estado tendría escasas posibilidades electorales.

Por eso, durante todo el 2015 inició una fuerte campaña que consistió en cambiar radicalmente su discurso previo, de cara a generar confianza en un electorado que años atrás le era esquivo. Así, prometió no desandar el camino de las estatizaciones, apoyó los nuevos derechos en materia de seguridad social, negó en el debate que fuera a propiciar una devaluación… en definitiva, prometió cierta continuidad que plasmó luego en dos frases ambiguas y engañosas que fueron: “vamos a cuidar lo que está bien” “nadie te va a quitar lo ya que tenés”.

Sin embargo, era fácil reconocer que se trataba de una trampa. Bastaba con informarse acerca de los intereses que tenían los grupos económicos que apoyaban a Macri, e indagar sobre los referentes económicos que lo asesoraban y le preparaban el programa de gobierno.

Cuando en plena campaña electoral planteamos que la alianza Cambiemos significaba una vuelta al neoliberalismo que hundió al país en los’90, no estábamos llevando a cabo una mera estrategia electoral de demonización tendiente a generar miedo, sino que intentábamos romper el cerco mediático que ocultaba las verdaderas intenciones que esa opción representaba. Pretendíamos concientizar acerca de los riesgos de votar a los enviados del establishment económico, cuya misión era aprovechar el contexto actual del país, mucho mejor que el heredado por Menem en 1989, para generar una tremenda transferencia de recursos hacia los sectores concentrados, como se está viendo desde el 10 de diciembre.

Se empezó por la desregulación: se liberaron importaciones, se eliminaron retenciones a las exportaciones primarias, se liberó el dólar (generándose una devaluación del 40% en un día), se redujeron impuestos a los autos de lujo, etc. En cuanto al papel del Estado, empezó el achicamiento mediante el despido de miles de trabajadores, a la vez que el Ministro de Hacienda amenazó a los gremios de cara a la paritaria, “aconsejándoles” reducir sus pretensiones salariales. Y si bien aún no se efectuaron privatizaciones, fueron designados varios CEOs de multinacionales en distintas áreas estratégicas del gobierno nacional.

La justificación vuelve a ser la misma: alegan que “liberando” las fuerzas productivas, a partir de la eliminación del peso regulatorio del Estado, éstas podrán desarrollarse al máximo. Sostienen también que el consumo era nocivo y que en cambio es tiempo de recibir “inversiones”, que llegarán si hay un clima de negocios propicio y reglas claras. Es decir, un montón de eufemismos que en realidad quieren decir que el Estado no se interpondrá en la relación entre la patronal y los trabajadores, que las empresas podrán fugar todas las ganancias que quieran, que los especuladores financieros podrán hacer sus negocios sin grandes presiones fiscales, que los formadores de precios podrán fijar valores internacionales a los alimentos, etc., y que todo esto se sostendrá mediante un fuerte endeudamiento externo que pagaremos durante décadas.

El poder mediático será el sostén ideológico del modelo que están instaurando, mediante el ocultamiento, manipulación o justificación de cada política antipopular. Las fuerzas represivas harán el resto.

Los militantes tendremos que asumir un rol de compromiso más fuerte que nunca, para dar la batalla cultural y discursiva ante cada medida que avasalle derechos y degrade la calidad de vida, e ir trabajando paralelamente en la conformación de un gran espacio de resistencia que se erija además como una opción electoral sólida.


Publicado en El Destape:
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